Miedo a llorar

Foto por Cristóbal

Hace tiempo, cuando tenía trece años y estudiaba todos los días en la escuela, tuve el placer de escuchar a alguien recitar poesía. No recuerdo específicamente en que clase fue, pero uno de mis compañeros fue seleccionado para recitar un poema en cierto concurso. Aquel compañero no tenía una voz particularmente bella (aunque poco sé yo de esto), tampoco se expresaba de una forma elegante, de hecho era bastante prosaico. Nunca mostró gusto por la literatura o la poesía en general.

Cierto día, la instructora dio por terminada la clase, se me hizo extraño porque mi reloj digital marcaba apenas la media. Y pasó hacia al frente a este peculiar compañero, nos dijo que que iba a recitar el poema que a llevaría al concurso y que quería practicar con nosotros. Recuerdo en ese entonces ver la sonrisa brillante de mi profesora, y lo recuerdo perfectamente porque a los ojos inocentes y fríos de un niño ignorante, aquella mujer siempre me pareció un ogro de mirada sombría y boca torcida.

Mi compañero empezó a hablar. Su voz era la de siempre, pero tenía cierto ritmo, cierto baile en cada palabra. Al principio no presté atención, solo estaba pensando en salir del lugar, si no había clase, quería irme a casa y jugar algo divertido. Pero, no su voz, sino la forma en que manipulaba las palabras y hacía mover el aire a su alrededor, llamó mi atención. Comencé a prestar atención al poema. Hablaba de una relación, de una relación entre un padre y su hijo, de las desdichas que el grande pasaba y de lo poco que el pequeño lo apreciaba, hablaba del tiempo y como el grande se encorvó y se volvió pequeño, y como el pequeño creció y comenzó a ver el mundo como el grande. Hablaba del arrepentimiento, del poco agradecimiento, del terrible trato, de todos los días que aquel viejo intentó comunicarse con su muy ocupado hijo. Y el tiempo pasó y los huesos ya no pudieron sostener aquel encorvado cuerpo.

Recuerdo que comencé a sentir.

Sentía como cada palabra de aquel poema me rodeaba y me hacía sentir. Y aún recuerdo, como un niño ignorante y necio como yo lo fui, pudo ablandarse con escuchar aquella voz. Recuerdo que sentí. Recuerdo que me arrepentí por ello.

Mientras el poema se acercaba a su final, yo sentía un extraño calor en mi cuello, un suave ardor en mis ojos y una pesadez en mi pecho. Sentí el peligro querer brotar por mis ojos y correr bajo mis mejillas. Actué rápido, intenté zafarme de esa extraña magia que me tenía abstraído y me había alejado del ruidoso salón de clases. Bajé la mirada, sentí mis lentes empañarse, la vergüenza y las lágrimas parecían subir por mi cuerpo y querer escapar sin que yo pudiese hacer nada al respecto. El poema se terminó y yo no podía dejar de sentirme como en medio de él. Mantenía la mirada baja, espiaba a mi alrededor, fingía que metía y sacaba cosas de mi mochila que descansaba a mis pies. Me quité los lentes, recuerdo haber sentido un par de lágrimas en ellos, intenté limpiarlos con la poco absorbente tela de mi playera escolar.

Yo sentía vergüenza, y tenía razón en ello. Había visto como en aquella escuela hacían sufrir a cualquiera que llorase. Algunos lloraban en medio del patio, un balón los había golpeado y se escuchaban los gritos clásicos de un niño. Una pelea infantil había terminado en inútiles puños y alguna o las dos partes terminaban en lágrimas. A esto le seguían días y días de constante tortura. Cualquiera que llorase era objetivo de burlas, de reproche. Llorar significaba ser débil. Y en ese entonces yo me decía a mi mismo que no era débil. Que junto a mis lentes, mis frenillos, mi reloj digital CASIO y mi cabello despeinado era fuerte. Y por lo tanto no podía llorar.

La docente nos llamó a todos, aún sonreía, yo tenía la mirada baja. Esperaba que las lagrimas se secaran y pudiese aparentar que no era débil. Sentí los mocos escaparse por mi nariz, me limpié en un movimiento rápido. Ese peculiar dolor de cabeza que acompaña a cada llanto comenzó a mostrarse en el horizonte de mi cabeza. Y lo sabía, sabía que había llorado. Yo solo rogaba que nadie me hubiese visto.

Cuando sentí que podía levantar la cabeza sin llamar demasiado la atención, eché una mirada rápida a mi alrededor. Los rostros eran todos iguales, iguales a cualquier otro día. Mis compañeros no habían sentido lo mismo que yo, algunos ni siquiera habían prestado atención, se veía en su expresión y en su fuerte agarre a la mochila, solo querían salir. Para mí aquello fue una señal más de mi debilidad, era el único, por lo tanto yo estaba en un error.

La voz de la adulta en el salón al fin pronunció aquellos palabras que nos liberaba a todos. Me puse de pie y salí de ahí. Intenté no hablar con nadie. Fui al baño caminando a una velocidad que en ese entonces me pareció supersónica. Me lavé la cara, no había un espejo, todos estaba rotos. Me sequé con mi camisa llena de mocos y lágrimas y me quedé mirando la pared. Sentía vergüenza, sentía arrepentimiento, porque había demostrado debilidad. Aquel poema me había hecho sentir algo, y eso estaba mal, porque me hacía débil.

Hay muchas personas allá afuera que se reirán de ti, personas que se burlarán y se divertirán contigo, se reirán de tus gustos, se reirán de tus expresiones, de tu forma de ser, de lo que te apasiona, de tus reacciones ante ello. Y eso está bien, solo sigue con tu camino porque tú, tú que puedes sentir, que puedes caer de rodillas al admirar una obra, sentir con pasión el momento álgido de una película o un libro, porque en esos precisos instantes estás viviendo, estás sintiendo como el corazón se te acelera, como los nervios te traicionan o como la adrenalina invade todo tu cuerpo y te obliga a levantarte. Aquellas otras personas no sienten eso, y cuando lo sienten, prefieren ignorarlo, porque creen que es un signo de debilidad.

No te avergüences por llorar, no te avergüences por sentir. Porque es una de las pocas cosas que nos recuerda nuestra propia humanidad y lo bella que es esta. No sientas vergüenza por llorar, no sientas vergüenza por sentir y expresarte. Límpiate los mocos con orgullo.

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