Foto por Mike Hiatt
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Tomas la primera esfera. Es una esfera pequeña, la puedes sujetar fácilmente entre los dedos. Pero no es una esfera simple, su material es irreconocible, se parece un poco a la madera pero no del todo. Es ligeramente rugosa y tiene un extraño patrón grabado por toda su superficie, con un ligero bajorrelieve por todo el lugar. Tiene cierto peso, como si fuera un organismo vivo, pero no se mueve, no reacciona. No se nota frágil, pero estás seguro que podrías romperla.
Decides romperla.
Tomas uno de tu martillos, no uno grande, uno pequeño. Del tamaño perfecto de esa esfera. Y le das un suave golpecito. Ahora está herida, la peculiar esfera se ha resquebrajado. Le das un golpe más sólido y logras partir la esfera en dos, pero su cascara se deshace con solo intentar levantarla y termina hecha polvo. Notas algo, hay algo que dejó atrás tan peculiar objeto redondo. Es un cristal. Ese cristal comienza a tomar un brillo suave, un brillo cálido, como si respondiera a su reciente liberación. Está feliz, ese pequeño y brillante cristal está ahora feliz, ha salido de la esfera y ahora puede ver el mundo.
Te sientes confiado, te sientes bien contigo mismo, estás satisfecho. Así que decides tomar la siguiente esfera. Esta nueva esfera es más grande que la anterior. El grabado en su superficie es diferente, no logras identificar el patrón debido a la complejidad del mismo, pero sabes que hay uno, un patrón oculto tras todas esas lineas y formas. El material es el mismo, pero esta segunda esfera se siente más solida. Te sientes bien, te sientes confiado y nuevamente tomas tu martillo, el pequeño, y le das un golpe, un buen golpe, a la esfera. Pero esta no responde. Te extrañas, decides tomar un martillo más grande, y nuevamente le das un golpe, un golpe a la esfera esperando que se rompa como un huevo. Pero no pasa nada. La esfera es impertérrita a tu martillo. Decides hacer varios intentos y en cada uno aumentas el tamaño del martillo y la fuerza. Llegas a tu martillo más grande, es pesado y necesitas ambas manos para sostenerlo, aún así, fijas la esfera sobre el suelo y, confiado, le das tu mejor golpe. Nuevamente, esta no responde, ni siquiera hace caso del castigo al que está siendo sometida.
Foto por txdragonfly11
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Reflexionas.
Recoges la esfera con ambas manos y la analizas. Prestas atención a su peculiar grabado e intentas discernir un patrón, pero sigues sin hallarlo. Colocas nuevamente la esfera sobre la mesa y tomas un martillo, uno realmente pequeño, tan pequeño que lo puedes sujetar fácilmente con dos dedos. Pruebas a darle golpecitos en diferentes puntos. Pruebas ahora, no con fuerza bruta, pero con técnica. Das golpecitos por toda su superficie, siguiendo las lineas y las formas impresas en ella. Pasa el tiempo pero tu sigues esmerado en tu tarea, esperando que aquella esfera decida liberar el cristal que contiene.
Al fin, encuentras un punto, un punto que reacciona al suave tacto del martillo. Escuchas un resquebrajamiento. Golpeas más fuerte con ese minúsculo martillo y al fin la esfera se parte en dos. Sonríes, esperas con ansias admirar que clase de bello cristal guardaba tan testaruda esfera. Pero esa sonrisa es rápidamente borrada por un grupo de esferas. Adentro de la grande solo había esferas más pequeñas. No son muchas, puedes juntarlas todas con las manos. Pero no te rindes, decides seguir. Tomas tu primer martillo, el martillo que usaste para romper aquella primera esfera, y das un golpe a una de las nuevas que descansan sobre la mesa. Se abre con facilidad revelando no un cristal, sino un fragmento, un frágil y apagado fragmento. No brilla, no es cálido. Es frío y parece estar muerto. Aún así, encuentras sencillo abrir la esfera así que decides romper el resto de ellas y cada una revela un pequeño fragmento, igual de apagado, igual de frío.
Todos esos fragmentos estaban dentro de las pequeñas esferas que, a su vez, estaban dentro de la esfera grande. Al principio todos estaban unidos, contenidos, resguardados dentro de esa testaruda cascara. Así que decides probar suerte. Tomas los fragmentos y los intentas unir, es un rompecabezas sencillo, y terminas la tarea con rapidez. Al final, el gran cristal comienza a brillar y emitir esa sensación de calidez que tanto esperabas.
Eso, para mí, es resolver integrales. Algunas son sencillas, las integrales directas, y otras son más testarudas y requieren métodos de integración para dividirlas en integrales más sencillas de resolver. Pero al final de cuentas obtienes un resultado, un resultado que te hace sentir satisfecho.
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